Al principio todos pensaron que era contagioso.
La gente no lograba comprender por qué personas que no compartían nada perdían la razón. De pronto la ciudad se llenó de locos; locos en las calles, locos en los almacenes, locos, locos, locos.
Empezaron las suposiciones, las alarmas, los boletines. Curas predicaban el fin del mundo, noticieros recomendaban permanecer en casa, los comercios empezaron a cerrar.
La ciudad parecía otra, las calles, otrora bulliciosas, estaban ahora cubiertas de mierda, de lágrimas, de basura, de sangre, de polvo.
Debiste haberlos visto; los locos en las aceras afirmaban tener contacto directo con Dios, o haber hablado con los muertos. Y los pocos que quedábamos ya no sabíamos qué hacer, pues nunca sabrás cuando un loco piensa atacarte.
Curiosamente, los establecimientos de comida rápida parecían ser ajenos a ese maremágnum, las deslumbrantes luces de McDonald's, Burger King y todos ellos siempre estaban encendidas.
Y los clientes nunca faltaron, los fatalistas decían que era el capitalismo, que ni en el peor momento nos abandonaba, los escépticos, por su parte, lo atribuían a lo barato y "llenador" de sus alimentos.
Curiosamente, los locos parecían escasear en el campo, mucha gente empezó a huir de las infestadas ciudades, más aún cuando se demostró que el "virus" no era contagioso.
Fui yo el que empezó a atar cabos; el problema era algún factor citadino, algo que, a pesar del caos, persistía.
Tal vez era la comida rápida.
Sí, acepto que fue cruel tomar a ese vagabundo de conejillo de indias, pero era necesario, por el bien de la especie.
Yo lo obligué a comer comida rápida; es cierto. También es cierto que para el tercer día, el vagabundo era sólo un loco más.
Ahora, ustedes, representantes de la humanidad restante, júzgenme, porque también es cierto que, en el fondo, todos quedamos un poco locos...
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